Penhalonga (Zimbabue)
No sacaron de clase a Arthur Chinaka. El director y Simon, tío de Arthur, esperaron a que terminaran los exámenes del día antes de darle la noticia: el padre de Arthur, cuyo cuerpo era ya una ruina por culpa de la neumonía, había muerto finalmente a causa del SIDA. Se temían que Arthur, a sus 17 años, se dejara ganar por el pánico, pero no. Le quedaban todavía dos días de exámenes así que, mientras su padre reposaba en el depósito de cadáveres, Arthur terminó sus exámenes. Eso ocurrió en 1990. Posteriormente, en 1992, un tío de Arthur, Edward, murió de SIDA. En 1994, su tío Richard murió de SIDA. En 1996, su tío Alex murió de SIDA. Todos ellos fueron enterrados en la misma aldea en la que habían crecido y en la que todavía viven sus padres y el propio Arthur, un conjunto de chozas de techo de paja en las montañas cercanas a Mutare, junto a la frontera de Zimbabue con Mozambique. Pero el VIH (virus de inmunodeficiencia humana) aún no ha terminado con su familia. En abril, el cuarto de sus tíos estaba postrado en su cabaña, entre toses, y el virus había vuelto ciega a Eunice, una tía de Arthur, a la que había dejado tan escuálida y débil que era incapaz de andar sin ayuda. Para septiembre, ambos estaban muertos.
Lo más horripilante de esta historia es que no se trata de algo excepcional. En Uganda, un directivo de una empresa, de nombre Tonny, que pidió que no se usara su apellido, perdió a dos hermanos y una hermana a causa del SIDA, en tanto que su mujer perdió por culpa del virus a un hermano. En la zona rural de las serranías de la región autónoma de Kwazulu, en la provincia de Natal, en Sudáfrica, Bonisile Ngema perdió a su hijo y a su nuera, por lo que se esfuerza en sacar adelante a su nieta y a su propia madre, ya anciana, con la venta de patatas. El hijo fallecido era el que traía el pan a casa para toda su amplia familia y ahora ella se siente como si se hubiera quedado huérfana. En el depósito de cadáveres del Hospital Parirenyatwa, de Zimbabue, el principal responsable de la cámara mortuoria, Paul Tabvemhiri, abre la puerta de la gran sala frigorífica donde se guardan los cadáveres. Resulta imposible abrirse paso por ella de tantos cuerpos como yacen en el suelo, amortajados con las sábanas de la cama en que murieron o vestidos todavía con las ropas con las que fallecieron. Todo alrededor de las paredes se amontonan los cadáveres, dos en cada nicho. En una segunda cámara frigorífica, los nichos son más estrechos, por lo que Tabvemhiri no tiene más que una espeluznante alternativa: o la de apilar los cuerpos unos encima de otros, con lo que las caras se quedan aplastadas y, para los familiares, resulta penosa la identificación de los cadáveres, o dejar los cuerpos fuera, en el vestíbulo, donde la refrigeración es inexistente. El se resiste a que los cuerpos se deformen, y ésa es la razón por la que un par de cadáveres yacen afuera, en camillas detrás de una cortina. El olor a descomposición no es muy fuerte, pero sí nítido. ¿Siempre tienen que dejar cadáveres en el vestíbulo? «No, no, no», asegura Tabvemhiri, que lleva trabajando en el depósito desde 1976. «Sólo en los últimos cinco o seis años», que es cuando las muertes por SIDA empezaron a aumentar por aquí. Los registros del depósito de cadáveres demuestran que el número de defuncieones se ha triplicado, prácticamente, desde que empezó la epidemia en Zimbabue y que ha habido un cambio en la naturaleza de las muertes: «Nos llegan jóvenes -afirma Tabvemhiri- a granel». Ese gran arco del Africa oriental y meridional que se extiende desde el monte Kenya hasta el cabo de Buena Esperanza es la zona más duramente castigada por el SIDA en todo el mundo. Es ahí donde el virus está diezmando cada vez más a la población más activa y productiva de Africa, adultos de entre 15 y 49 años.
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